Un Consistorio extraordinario de Cardenales celebrado en 1991, que se dedicó a estudiar las amenazas y atentados a la vida humana en nuestro tiempo, pidió al Beato Juan Pablo II que ratificase “con la autoridad del Sucesor de Pedro, el valor de la vida humana y su carácter inviolable”. Así lo hizo en la EncíclicaEvangelium vitae (1995).

Al presentar el núcleo central de su misión Jesús dice: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10) y se refiere a la vida nueva y eterna que es comunión con el Padre, a la que todo hombre es llamado gratuitamente por obra del Espíritu Santo. Esta es la “Buena Noticia”, el Evangelio de Cristo…Lo sublime de este don –la vida nueva y eterna- muestra lagrandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal: “El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio” (Ev. Vitae, 2). El Evangelio de la vida es una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio de la persona misma de Jesucristo, “Palabra de vida”.

“Cada persona –afirmaría con claridad  Juan Pablo II-, precisamente en virtud del misterio del Verbo de Dios hecho carne, es confiada a la solicitud materna de la Iglesia. Por eso, toda amenaza  a la dignidad y a la vida del hombre repercute en corazón mismo de la Iglesia, afecta al núcleo de su fe en la encarnación redentora del Hijo de Dios, la compromete en su misión de anunciar el Evangelio de la vida por todo el mundo y a toda criatura” (Ev. Vitae, 3).

Mientras una inmensa multitud de seres humanos débiles e indefensos, como son los niños aún no nacidos, está siendo aplastada en su derecho fundamental a la vida, los atentados relativos a la vida naciente y terminal han perdido ya, en la conciencia colectiva, el carácter de delito y han asumido el de “derecho”. La profunda crisis de la cultura, una idea perversa de la libertad que, prescindiendo de la Verdad y del Bien, se convierte en la libertad de “los más fuertes” contra los más débiles destinados a sucumbir, ha llevado a la democracia, a pesar de sus reglas, por un camino de totalitarismo fundamental, transformándose así el Estado en un tirano. (cf. Ev. Vitae, 20). La “utilidad pública” se ha convertido en el interés de algunos. Reivindicar el derecho al aborto, al infanticidio, a la eutanasia y reconocerlo legalmente, significa atribuir a la libertad humana unsignificado perverso e inicuo: el de un poder absoluto  sobre los demás y contra los demás. Pero esta es la muerte de la verdadera libertad: “En verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo”, dice Jesús.

Si muchos y graves aspectos de la actual problemática social pueden explicar en parte el clima de extendida incertidumbre moral y de confusión entre el bien y el mal, Juan Pablo II fue el primero en atribuir a la difusión del aborto, la eutanasia, la experimentación genética y la fecundación artificial el carácter de estructuras de pecado que generan una cultura contraria a la solidaridad, que se configura como verdadera cultura de muerte, como verdadera guerra de los poderosos contra los débiles. “La vida que exigiría más acogida, más amor y cuidado, es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos”. Quien con su enfermedad, su minusvalidez o con su misma presencia en las entrañas maternas  pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, se convierte en un enemigo de quien defenderse o a quien eliminar. “Se desencadena así una especie de “conjura contra la vida”, que afecta no sólo a las personas, sino que va más allá llegando a perjudicar y alterar, a nivel mundial, las relaciones entre los pueblos y entre los Estados” (Ev. Vitae 13).

Al respecto -siguiendo la argumentación del profesor Jean-Marie Le Méné, Presidente de la Fundación Jérôme Lejeune y miembro de la Pontificia Academia para la Vida-  es importante notar que es ineficaz recurrir todavía hoy al artículo 73 de la Evangelium vitae, a veces llamado en causa. Este artículo permitiría, en algún caso, sostener una ley más restrictiva destinada a sustituir una ley abortista más permisiva, pero ciertamente no a mejorar los componentes de un sistema malo cuyos efectos negativos de ningún modo se doblegarán al pleno respeto de la vida. La realidad que está en juego es la del ser humano en todas las fases de la vida, desde su concepción hasta su muerte natural

Así habló la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1980: “Nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo o permitirlo”. 

El profesor Le Méné anima a los formadores católicos (sacerdotes, maestros, profesores y médicos) a ponerse en unalógica de ruptura -y no de seguimiento- del cuadro legislativo de los países que han disociado la deontología, la ética, la ley y la moral. “Si no se establece claramente esta voluntad de romper con un sistema de normas desviadas, es imposible dispensar una formación capaz de formar las conciencias, de romper el aislamiento del personal sanitario y de esperar que los progresos técnicos y científicos se pongan al servicio de decisiones médicas y legislativas conformes al bien común”. El colaboracionismo, laconnivencia con el mal y el silencio cómplice no están permitidos. Sólo respetando, defendiendo, amando y sirviendo la vida, a toda vida humana, encontraremos justicia y desarrollo, libertad verdadera y paz. 

Veintisiete años después de la publicación del luminoso testimonio del beato Juan Pablo II, el pueblo cristiano sigue mereciendo un liderazgo claro en la defensa de la dignidad de la vida humana. ElEvangelio de la Vida no es la letra muerta de una Encíclica pasada de moda. Es el anuncio valiente de una Verdad que el mundo, y a veces nosotros mismos, no queremos escuchar. “Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo. Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo, con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y resurrección ha vencido el mundo (Ev. Vitae, 82)”. 


Custodio Ballester Bielsa, pbro.